sábado, 5 de octubre de 2013

Viajes sin retorno a mis adentros.

A veces se rompe en mil trocitos o se queda totalmente vacío.
A veces nos hace imaginar, soñar, creer.
A veces nos ciega y otras parece estar hecho para mirarlo durante horas.
A veces un cuadro que te atrapa, otras un poema demasiado sentimental.
E incluso a veces parece bailar.

Él siempre avanza. Siempre mira hacia delante, pero a la vez nunca te abandona. Es capaz de transmitirte la mayor paz nunca lograda con un solo destello. Es capaz de hacerte cambiar de estado de ánimo junto con un par de canciones de los años 80.

Algunas mañanas te invita a pasear, le da color a las amapolas y crea ese ambiente primaveral que a todo el mundo le hace sentir arropado. Pero ciertas mañanas se despierta revoltoso y no le da la gana que te quites el pijama en todo el domingo.
Las estrellas son luces de neón con las que alguien alguna vez ha comparado unos ojos en algún delirio nocturno. Pero la Luna... ay. Ella le ilumina cuando todo se apaga. Le complementa y le hace bonito. Ella le hace amanecer con un precioso color naranja y unas nubes rosas que parecen pintadas. O le obliga a estar oscuro, de ese color grisaceo, y llora lluvia de vez en cuando (esa lluvia que te empapa los cristales y te hace carecer de motivos para concentrarte en cualquier otra cosa). Ella es el motivo por el que nos aferramos tanto a él por las noches. Y es la nostalgia que él necesita -ojalá tú Cielo y yo Luna-.

Quizá los cielos que dibujábamos de niños no estaban tan lejos de la realidad.
Puede que lo viésemos todo como queríamos que fuese desde la perspectiva de una ventana: con el sol en una esquina, iluminando todo lo que vemos sin apenas darnos cuenta, con las nubes blancas y esponjosas, impecables, dándonos ganas de morderlas, y con un azul clarito por encima de los tejados y las personas sonrientes desde las ventanas.

A ver si así ahora entiendes, por qué yo te llamaba Cielo.


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